Mi madre, que suele venir tres semanas antes del verano a visitarme, llevaba años queriendo ir a Santa Fe. Esta temporada ya no había excusas, así que sacamos billetes de avión para Albuquerque y planeamos cinco días en el norte de Nuevo México.
Albuquerque se ve en dos patadas, pero son dos patadas que merecen la pena en medio del desierto. Luego nos fuimos a Bandelier, un parque nacional con ruinas de poblados indios excavados en un desfiladero de piedra volcánica. Santa Fe, uno de los centros mundiales de la joyería y del mercado del arte en general, con una arquitectura peculiar basada en las casas de adobe. De ahí a Taos, el primer patrimonio de la Humanidad "viviente", porque es un pueblo nativoamericano que decidió vivir según sus costumbres, sin luz eléctrica ni agua corriente, aunque mucho de teatro para los turistas aquí. También nos acercamos a la garganta del Río Grande, impresionante cicatriz de más de 200 metros de profundidad en medio de una llanura. Y ya de vuelta pasamos por Cerrillos y Madrid, antiguos pueblos mineros de turquesa y carbón, con sus desvencijados
saloons aún en pie.
En fin, que si os gusta el Oeste de las películas de vaqueros, el norte de Nuevo México es el sitio al que ir.