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Si hay algo que hacen mal, mal, en este país que ahora tiene presidente y presidente electo, es lo de la medicina.

Ahora mismo estoy escribiendo con la mano izquierda vendada -el futbito, una vez más-, mañana tengo a primera hora que hacerme análisis -de sangre y otro para ver si tengo la bacteria ésa de la úlcera- y la semana que viene vuelvo al médico a que me lea los resultados de la analítica.

Pues bien, acabo de sentarme con la representante de mi seguro médico -que viene dos horas al año, siempre en noviembre, para ayudarnos a seleccionar el plan del año que entra- y la mujer no me ha sabido explicar si mañana tengo que pagar cero, 30 ó 200 dólares. Tampoco qué pasa si voy ahora a urgencias a que me miren la muñeca, aunque intuye que me cobrarán $100 por entrar, $200 de deducible y luego el 15% del resto de la cuenta por encima de $200. Pero claro, me comenta que también puedo ir a una urgencia off-no-se-qué donde quizá me atiendan hoy mismo por mucho menos, aunque la radiografía sí la tendría que pagar hasta $200...

En resumen, no tengo muy claro si haberme puesto de portero ayer un rato y tener acidez de vez en cuando me va a costar unos $700 o más, o igual con 30 pavos salgo de ésta. Pero es que además es imposible saberlo hasta que te empiecen a llegar las facturas semanas después de que atiendan. Incluso entonces puedes pelear la factura, porque también será complicadísima de entender y es muy probable que estén cobrando de más o dejándote de cobrar algo.

Y ojo, que todo esto va por el seguro, con médicos y laboratorios del seguro y tal, por el que yo pago casi $100 al mes y mi empresa cerca de otros $400. Es decir, para tener acceso a este servicio tan eficaz y transparente hay que poner por delante unos $6.000 al año.

(Así se entiende que una amiga se pillara ayer un avión a Madrid para quitarse unas piedras del riñón y volver a los cuatro días).